David Brant Berg
A veces, cuando hablamos de la importancia de transmitir nuestra fe a los demás, me acuerdo de Tommy, un chiquillo lisiado del que me hablaron cuando era joven. Tommy vivía muy humildemente con una tía suya en un pequeño apartamento del tercer piso de un edificio viejo y ruinoso que daba a una calle bastante transitada. Tenía sus facultades físicas tan disminuidas que no podía levantarse de la cama.
Un día pidió a un vendedor de periódicos amigo suyo que le trajera el libro sobre un Hombre que fue por todas partes haciendo el bien. El otro chiquillo buscó y rebuscó aquel libro sin título hasta que un librero finalmente cayó en cuenta que debía de referirse a la Biblia y la historia de Jesús. El vendedor de diarios juntó sus escasos ahorros y el bondadoso librero le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento, el cual llevó a Tommy.
Comenzaron a leerlo juntos y, a raíz de aquellas palabras, Tommy acabó por convertirse. Acto seguido resolvió dedicarse él también a hacer el bien, como el Hombre maravilloso del libro. Pero era inválido, y ni siquiera estaba en condiciones de salir de aquel apartamento de un solo ambiente. De modo que luego de orar y pedir a Dios que lo ayudara, se le ocurrió una idea.
Laboriosamente se puso a copiar en papelitos versículos de la Biblia que pudieran ayudar a otras personas. Luego los arrojaba por la ventana para que cayeran en la transitada acera de aquella calle. Los transeúntes los veían caer revoloteando y la curiosidad los llevaba a recogerlos para ver de qué trataban. Al leerlos descubrían que hablaban del Hombre que fue por todas partes haciendo el bien: Jesucristo. Muchos de ellos cobraban ánimo, encontraban consuelo y ayuda e incluso se salvaban gracias a la sencilla obra misionera de aquel chiquillo que leía la Biblia.
Cierto día un acaudalado empresario se convirtió al leer uno de aquellos versículos. A la postre retornó al lugar donde había hallado el papelito que lo había conducido a su Salvador, deseoso de averiguar su procedencia. De pronto notó que otros papelitos caían a la acera. Observó que a una agobiada anciana se le iluminaba el rostro y que cobraba renovadas fuerzas luego de agacharse con dificultad para recoger una de aquellas misteriosas misivas y leerla.
El empresario se quedó clavado en aquel lugar mirando fijamente hacia arriba, resuelto a determinar el origen de aquellos papelitos. Tuvo que esperar bastante rato, pues al pobre Tommy le tomaba varios minutos de esfuerzo garabatear siquiera un versículo en un papelito. De repente, se fijó en una ventanita por la cual vio extenderse una escuálida mano que arrojó un papelito igual al que había transformado por completo su vida. Tomó nota con atención de la ubicación de la ventana, subió presuroso las escaleras del viejo edificio y finalmente encontró la humilde morada del pequeño Tommy, el misionero lisiado.
Enseguida el empresario entabló amistad con el muchacho y le proporcionó toda la ayuda y atención médica que pudo. Un día le preguntó si le gustaría irse a vivir con él a su mansión, ubicada en las afueras de la ciudad.
La respuesta de Tommy le causó asombro:
—Tendré que consultarlo con mi Amigo —dijo, refiriéndose a Jesús.
Al día siguiente, el empresario regresó con gran expectativa por saber la respuesta de Tommy. Le resultó extraño que el chiquillo le hiciera más preguntas:
—¿Dónde dijo que quedaba su casa?
—Ah —contestó el empresario—, en el campo, en una lujosa propiedad. Tendrás un cúarto hermoso para ti solo, sirvientes que te cuiden, comidas deliciosas, una buena cama, todas las comodidades y atenciones habidas y por haber y cualquier cosa que quieras. Mi esposa y yo te prodigaremos todo nuestro cariño y te cuidaremos como si fueras hijo nuestro.
Titubeando, Tommy preguntó:
—¿Y pasará alguien delante de mi ventana?
Sorprendido, el empresario respondió:
—Pues... no. De vez cuando algún sirviente. Tal vez el jardinero. Es que no entiendes, Tommy. Se trata de una mansión en el campo, lejos del tumulto de la ciudad. Allí gozarás de tranquilidad y podrás leer, descansar y hacer todo lo que desees, lejos de toda esta mugre y contaminación, del ruido y de las multitudes.
Al cabo de un largo silencio durante el cual Tommy reflexionó profundamente, su expresión se tornó triste, pues no quería ofender a aquel hombre de quien se había hecho amigo. Al fin, con los ojos llenos de lágrimas, dijo en voz baja, pero con firmeza:
—Lo siento, pero nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara delante de mi ventana.
Esta sencilla historia marcó un hito en mi vida. Cuando mi madre me la contó, resolví en ese mismo momento que, por la gracia de Dios, nunca viviría donde nadie pasara delante de la ventana de la obra de amor que Dios me encargara. Como dijo Tommy: «Nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara delante de mi ventana».
Habiendo conocido a Jesús, el Hombre que fue por todas partes haciendo el bien a todos los que pasaban delante de Su ventana, ¿cómo iba a volver yo a llevar una vida egoísta? Jesús dijo: «De gracia recibisteis, dad de gracia», y: «A todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará».
Y tú? ¿Tienes tu ventana situada de tal forma que haya personas que pasen por delante de ella? ¿Haces algo por esas personas? En todo momento pasa alguien delante de nuestra ventana. ¿Obtendrá lo que necesita?
El muchacho de este relato era tan sencillo y tan desvalido que fácilmente habríamos podido prescribir que era incapaz de desempeñar obra alguna. Habría tenido el mejor de los pretextos para no ayudar al prójimo, sino más bien esperar que lo ayudasen a él. Pero movido por amor descubrió un medio de ayudar.
Todos los días pasa alguien delante de la ventana de tu vida. ¿Ha hallado tu amor la forma de ayudarlo? ¿Te ha indicado el amor de Dios —Jesucristo— cómo puedes ayudar a esa persona? Lo hará si lo deseas, sean cuales fueren las circunstancias en que te encuentres o las limitaciones a las que estés sujeto. Dios también tiene una ventana, y ha prometido que si le obedecemos y abrimos a los demás la ventana de nuestra vida, Él «abrirá las ventanas de los Cielos y derramará bendición hasta que sobreabunde».
¿Te interesas tú también por los demás y dejas que el sol del amor de Dios brille a través de la ventana de tu vida? Te ruego que no les falles. Esfuérzate por darles lo que necesitan. Transmite a los demás el amor de Dios y Su Palabra. Haz «las obras del que [te] envió entre tanto que el día dura», antes que venga la noche y ningún hombre pueda trabajar. «Aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos.» Si te brindas a los demás en mayor medida y pregonas más tu fe, Dios mismo hará más por ti, ¡mucho más de lo que nunca soñaste!
En cambio, si te niegas a los demás egoístamente, aun lo que tienes se desvanecerá. «Hay quienes reparten y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. El alma generosa será prosperada, y el que saciare, él también será saciado». Por mucho que des, Dios siempre te dará más.
David Livingstone, famoso misionero y explorador escocés que lo dejó todo para llevar el amor de Dios a los pueblos de África y murió allí sirviendo al Señor, dijo en cierta ocasión: «Jamás hice un sacrificio». Descubrió que no podía dar más que Dios. Aunque entregó su vida, cosechó vida y dividendos eternos a modo de almas inmortales. Dios siempre paga con creces todo sacrificio.
Pero cuesta. El rey David declaró una vez: «No ofreceré al Señor mi Dios holocaustos que no me cuesten nada». Tienes que dar algo, tienes que abrir la ventana de tu vida y tienes que ser fiel. Hay que dar para recibir, verter para llenarse, sembrar para segar, invertir para obtener dividendos, morir a uno mismo a fin de vivir. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto».
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